viernes, 28 de marzo de 2014

La bruja Haeda




FICHA TÉCNICA:
 
TÍTULO- La bruja Haeda

AUTORES- Sara Sánchez, Olivia Blanco, Jennifer Giganto 

FUENTES- hemos descubierto esta leyenda a través de esta página http://www.llombera.es/Carbon_de_Haeda.htm y la hemos resumido un poco. El vídeo lo encontramos en YouTube, y es de Luis Javier https://www.youtube.com/watch?v=VPY998vGRkQ. El montaje SÍ ha sido cosa nuestra.

IMPRESIONES-Hacerla ha resultado muy interesante, y nos ha agradado porque nos ha tocado a tres amigas juntas. La leyenda nos gusta, en parte porque el Bosque del Faedo es precioso.




Barrio de las Tenerias
Suena el toque de queda. Por el barrio de las Tenerías, caminaban apresuradamente, los que tarde vuelven al hogar. Cruzan ese barrio deseando llegar cuanto antes a sus casas y sin atreverse a confesar el temblor de espanto que sienten al pasar por allí.
 A lo lejos, el grito del centinela se antoja escalofriante. Envuelve al barrio un ambiente de tragedia que se adentra hasta las mismas humildes viviendas.
 Cuentan los sencillos vecinos, con misterio y con horror, que el diablo noche a noche pasea por aquel rincón de la ciudad, dejando a su paso un penetrante olor a azufre.
 Por eso es, que apenas oscurece, las puertas son atrancadas, las familias se recojen y sólo rompe el silencio la voz del sereno.
 Una oscurisima noche cuando el vigilante gritaba: ¡Las doce y sereno………! los vecinos del lugar, oyeron espantados los gritos desesperados pidiendo socorro; pero todas las puertas permanecieron cerradas nadie abrió la suya al infeliz que demandaba ayuda, y el grito perdido en el silencio de la noche.
 Al día siguiente, apenas amaneció, un hombre de mayor edad que se encaminaba al cercano laborío, se encontró con un hombre , que inconsciente, yacía junto a una cerca. Se acercó a él para auxiliarlo y cuando volvió en sí le contó que: “trasnochador y mujeriego, venía en busca de nuevas aventuras, cuando al paso le salio un hombre envuelto en negros ropajes. En su cara, horrorosamente fea brillaban como centellas sus ojos y dejaban ver dos largas y delgadas piernas y que, teniéndolo tan cerca de él , sobrecogido de terror, logró sacar el cuchillo que siempre llevaba al cinto y lo había hundido varias veces en el pecho de aquel extraño ser, sin herirlo y sin lograr que se alejara, hasta que, no pudo resistir por más tiempo las centelleantes miradas que lo cegaban perdió el conocimiento”.
 Muchos de los vecinos aseguraban haber visto el mismo diablo paseando por el aquel lugar. Desde entonces se conoce a ese barrio de Monterrey con el nombre de el Rincón del Diablo.

FICHA TÉCNICA

TÍTULO: 
"La ermita de Celada".

AUTORAS: 
Laura, Adriana y Andrea.

FUENTES: 
Para redactarlo nos hemos ayudado de la página 
http://viendoleon.blogspot.com.es/2012/06/ermita-de-celada-la-robla-leon.html

IMPRESIONES: 
Nos ha parecido muy interesante porque hemos aprendido muchas curiosidades de nuestros alrededores.
Hemos buscado información en bastantes sitios diferentes desde las palabras de mi abuelo, hasta páginas en Internet. Ha sido una actividad que nos gustaría repetir.

 

Ficha Técnica

Título: El castillo de Villa Rodrigo
Autoras: Marta Moro, María Arias, Raquel Castro y Marta Fernández
Fuentes: El padre de María (LEYENDA) Música (YOUTUBE) Fotos (INTERNET)
Impresiones: Hemos aprendido a utilizar el blog y nos ha gustado mucho porque hemos trabajado muy bien en equipo, no hemos tenido ningún problema y estamos orgullosas de nuestro trabajo.

martes, 25 de marzo de 2014

Leyenda de la casa de Requejo nº25


Hecho por Javier, Héctor, Sergio y Miguel.


Ficha técnica



viernes, 21 de marzo de 2014

                                             
Mi  padre me contó está leyenda de Galicia. Nosotras la hemos encontrado en esta página http://www.leyendas-urbanas.com/la-santa-compana/ y os la dejamos aquí para compartirla con vosotros.

 Probablemente la leyenda urbana más conocida y escalofriante de cuantas hay en la tradición oral en España. La Santa Compaña es una procesión de muertos que vagan por la noche reclamando el alma de los vivos…

Álvaro llevaba años sin poner los pies en el pueblecito de Galicia donde creció; pero, la grave enfermedad que sufría su padre, le obligó a desplazarse a la zona rural donde se crió para darle un último adiós. Por desgracia su padre tenía las horas contadas.
Angustiado por el ambiente familiar que había en la que antes fue su casa, decidió salir a pasear para despejarse un poco. No le importó que ya hubieran pasado las 2 de la madrugada, tenía que separarse de sus hermanos, unos insensibles que como parásitos ,y con su padre aún con vida, se repartían la herencia como hienas despedazan la carroña.
Distraído y con la mente en otro lado, caminaba por los abandonados caminos que llevaban a la ermita del pueblo, una pequeña iglesia que se cerró varios años atrás por el grave deterioro que había sufrido su tejado en una lluvia de granizo. La ermita antes era la última escala en la procesión del pueblo, que finalizaba llevando la imagen de un Cristo desde la Iglesia que había cerca de la plaza hasta allí. Pero cada vez eran menos los habitantes de la comarca y el pueblo parecía una fantasmagórica visión de lo que Álvaro recordaba de su niñez, por lo que la ermita nunca fue restaurada.
Cuando se encontraba a escasos metros del tramo final, escuchó una especie de cánticos, su curiosidad le llevó a acercarse aún más, pero algo en su interior le decía que debía esconderse. Un frío indescriptible parecía metérsele en los huesos y comenzó a sentir un fuerte olor a cera quemada.
Instintivamente decidió ocultarse tras unos arbustos para contemplar aterrado lo que parecía una romería fantasmal precedida por un hombre que con la cara demacrada portaba una cruz en la mano; los demás integrantes eran aún mucho más aterradores, pues claramente podía verse que ya estaban muertos y sus rostros eran poco más que unas calaveras que movían sus escalofriantes mandíbulas mientras entonaban un rosario. Todos los muertos portaban una vela en su mano y su lento paso parecía dirigirles directamente a la casa del padre de Álvaro.
Álvaro, tan asustado como intrigado, decidió seguir a distancia a la cadavérica procesión, que cada vez se acercaba más a la que fue su casa, el lugar donde sufría la agonía de una lenta enfermedad su padre. Hasta que sorprendentemente su padre apareció caminando y, sin mediar palabra, uno de los esqueletos envuelto en una túnica se le acercó y le ofreció una de las velas. Su padre, como hipnotizado, alargó la mano y la recogió, y tal y como había aparecido se esfumó en ese instante. El resto de integrantes de esa Santa Compaña también parecieron evaporarse en una extraña niebla. Todos menos el portador de la cruz, el primer integrante de la procesión de muertos que quedó tendido en el suelo durante unos segundos. Pasado ese tiempo se levantó, y con la cara totalmente descompuesta por el cansancio y como si su misma vida fuera gradualmente absorvida por la compañía de los muertos, como un sonámbulo comenzó a caminar en dirección al pueblo.
Álvaro estaba tan petrificado por el miedo que no podía moverse, sólo el grito desgarrador de una de sus hermanas le despertó del shock en el que se encontraba. Casi sin darse cuenta había caminado siguiendo a la Santa Compaña hasta escasos metros de la casa de su padre, y el grito confirmó sus más temidas sospechas: la procesión de muertos había venido a reclamar el alma de su padre.
Corrió tan rápido como pudo hasta la habitación donde yacía su padre ya sin vida, prácticamente toda la familia se encontraba con él en el momento que su alma abandonó su cuerpo, Álvaro entendió en ese momento que la imagen que vio de su padre no era más que su alma uniéndose a una Santa Compaña con la que vagaría eternamente reclamando el alma de otros moribundos.

HECHO POR: Adriana, Andrea y Laura.


                 La leyenda de la ermita de Celada

Mi abuelo me contó esta leyenda de Celada. Para escribirla nos hemos ayudado de la página: http://viendoleon.blogspot.com.es/2012/06/ermita-de-celada-la-robla-leon.html

La leyenda cuenta que como consecuencia de crecimiento de muchas cuidades y pueblos, las ermitas que se situaban extramuros , se han incorporado al paisaje urbano de muchas poblaciones, quedando arrinconadas entre edificios u otras construcciones.

Esto es lo que le ha ocurrido a la pequeña ermita que se encuentra en la localidad de La Robla.

La Ermita de Celada,que es así como se la conoce,cuyos orígenes se remontan al siglo XIII , ha quedado encajonada entre la carretera de La Robla a Lorenzana , las vías del ferrocarril León-Gijón y los cables de alta tensión que salen de la central térmica de La Robla.

Se trata de una pequeña ermita construida en estilo románico.Tiene una sola nave rectangular , con cabecera cuadrada de mayor altura que la nave . Se adivina la existencia de bóvedas de cañón en la nave con arcos fajones que descansa sobre contrafuertes que se aprecian claramente en el exterior de la nave.Tiene un pórtico de acceso con tres arcos de medio punto. Apenas existen adornos , tan sólo los escudos de la familia Quiñones . Se remata con un pequeño campanario. 

Todos los años, el primer domingo de agosto , tiene lugar una romería en honor a la Virgen de las Nieves, transladándose a la imagen que se venera en el interior a la iglesia del pueblo.



HECHO POR : Adriana , Laura y Andrea Alonso .

LEYENDA:La Dama de Arintero.

                                      La Dama de Arintero

Cuenta la leyenda que en un pueblecito al norte de La Vecilla ,llamado Arintero, los niños correteaban por sus calles y los mayores trabajaban las tierras y atendían el ganado.

Fue en el último tercio del S. XV cuando ocurrieron los hechos que a continuación de relatan.Un día llegó al pueblo un heraldo do los recientemente casados Isabel y Fernando trayendo el mandato real de que cada casa aportara un guerrero para luchar contra el ejército usurpador de Alfonso V, rey de Portugal, y Juana “ La Beltraneja”En seguida, los testigos del comunicado se dirigen a sus hogares a contar la noticia.

A la casa de Don García, hijodalgo de Arintero y hombre de gran honor y lealtad al trono, llega una de sus siete hijas a la que interroga con premura. Y la hija le comunicó la noticia.Ni él podía ir a luchar para sus reyes, ni tenía un hijo varón al que mandar, lo cual le originaba un hondo pesar y le hacía lamentarse a todas horas.

Hasta que un día, Juana, la hija mediana, si levantó harta de tanta lamentación y dijo: “ Padre, no culpe usted a mi madre pues si alguien tuviera la culpa serían los dos. Pero no sufra más; déme armas y caballo que yo me haré pasar por un muchacho y lucharé por el honor de la familia como el más bravo guerrero". Y al final su padre accedió

Al principio, las cosas no fueron fáciles. Pero, en poco tiempo. Juana comenzó a hacerse con las armas; y pronto se convirtió en hábil “espadachina”. Sus brazos se tornaron fibrosos y su tez se endureció. El resto lo hizo el ingenio de Juana.

Y por fin llegó la mañana de la partida y Juana se convirtió en el caballero Oliveros.La Dama de Arintero, convertida ahora en el caballero Oliveros, cabalgó durante varias jornadas al encuentro del ejército de los “ Reyes Católicos”, y con ellos se reunió a las puertas de Zamora, ciudad que estaba de parte de “ La Beltraneja”. En seguida se dirigió a alistarse y rápidamente se adaptó a convivir con hombres y actuar como ellos.

Y llegaron los tiempos de guerra. Y al cabo de varios meses de asedio, la ciudad no tuvo más remedio que rendirse a los pies del justo rey Fernando. Durante las hostilidades, el caballero Oliveros se ganó el respeto y la admiración de todos por su coraje y entrega en la batalla. Tras la victoria se dirigieron hacia Toro, pues allí se había hecho fuerte el último batallón del ejército enemigo.

Los encontraron poco antes de llegar a Toro, en Peleagonzalo, y en cuanto formaron filas entraron a la carga. Aquel fue un día de mucho calor, y Juana prescindió de su coraza.


Comenzó la batalla y La Dama de Arintero mostró enorme valentía e incluso temeridad. Pero en una violenta lanzada le saltó un botón de la camisa dejando al descubierto sus pechos, y descubriendo su secreto.

Al final, vencieron las Reyes Católicos y tras el combate, el Rey, enterado de la presencia de una mujer en sus filas, la mandó llamar a su tienda. Juana le explicó el porqué de su presencia allí y de esa forma el rey le dijo que le concedería lo que pidiera; Juana le pidió libertad, pero el rey le dijo que ese derecho ya lo tenía. Entonces Juana dijo: “En ese caso, señor, hay algo que me gustaría pediros. Mi tierra os sirve tan generosamente que se está quedando sin varones y tiene que enviar a sus mujeres a la guerra, no consintáis que se despueble y libradla de los azotes de la guerra. No os pido que la libréis de los justos tributos de dinero; libradla de los tributos de sangre; haced que todos sus naturales sean hijosdalgo, y ello engrandecerá el reino”. El rey se lo concedió.

Con los privilegios en mano firmados por el rey, la Dama de Arintero se dirigió a su casa.Pero en esos momentos la reina Isabel le dijo al rey que tenían que actuar con prudencia en esos tiempos con respecto a los privilegios que le había concedido a la Dama de Arintero

En tres días llegó a “La Cándana” (a 20 km de Arintero), donde se dispuso a pasar la última noche del viaje en casa de unos parientes. Nada más entrar en el pueblo, reconoce escenas de la vida cotidiana de su comarca y ya se siente entre los suyos. Se dirigió a casa de sus tíos donde pasaría la noche y les enseñó los derechos concedidos por el rey todos se alegraron.

Pero en ese momento le comunicaron que unos soldados la buscaban al parecer con malas intenciones. Entregó a su pariente el documento con los privilegios reales rogándole que se lo diese a su padre que el sabría donde guardarlo, ya que ella sabía que los soldados venían a por eso, y se dispuso a luchar contra los rufianes.

Juana abrió la puerta, pero a partir de ahí nadie sabe con certeza lo que ocurrió. Hay quien canta su valerosa muerte y no faltan los que dicen que escapó y posteriormente contrajo matrimonio con un noble asturiano. Lo que si es cierto es que cumplió su misión a la perfección y ello lo atestigua un escudo que aún se encuentra en Arintero con la siguiente inscripción:

SI QUIERES SABER QUIEN ES ESTE VALIENTE GUERRERO QUITAD LAS ARMAS.
VERÉIS SER LA DAMA DE ARINTERO.
CONOCED LOS DE ARINTERO VUESTRA DAMA TAN HERMOSA
PUES QUE COMO CABALLERO CON SU REY FUE VALEROSA.
HECHO POR: LAURA, ANDREA Y ADRIANA.


LEYENDA El pozo del diablo

 Un día por la tarde, mi madre me contó esta leyenda:  Un un pueblo cerca de León, llamado Curueña, vivía un hombre que no creía en Dios.
Cuando todos iban a la iglesia el Domingo, y respetaban el día de descanso, él no solo no asistía a misa, si no que iba a trabajar. Uno de estos días cogió su azada y se alejó del pueblo, en dirección a un prado cerca de un arroyo.
Ese día el arroyo tenía mucha más agua que de lo normal, y  justo por donde él tenía que pasar había un pozo. Ese hombre pensaba y pensaba cómo cruzar el pozo, y en ese momento, cómo por arte de magia, apareció un hombre que saltaba el pozo de un lado al otro sin ninguna dificultad e invitaba a Santiago (que era como se llamaba el hombre) a saltar.
Santiago, extrañado pensó que no era normal, pero no obstante quiso intentarlo y antes de disponerse a saltar se santiguó, en ese momento el hombre que saltaba desapareció y se dió cuenta de que era el diablo; a partir de ese día a ese pozo se le conoce como el pozo del diablo.
Marta Moro, María, Raquel y Marta Fernandez




miércoles, 19 de marzo de 2014

LEYENDA

Ésta es una leyenda de Becquer llamada El beso, a mi me ha gustado y espero que ha vosotros también.
   Cuando una parte del ejército francés se apoderó a principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro a que se exponían en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los más grandes y mejores edificios de la ciudad.
     Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echose mano de la casa de Consejos; y cuando ésta no pudo contener más gente comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando a la postre por transformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy a referir, cuando una noche, ya a hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol a Zocodover, con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles, que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos, de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
     Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como a distancia de unos treinta pasos de su gente hablando a media voz con otro, también militar a lo que podía colegirse por su traje. Éste, que caminaba a pie delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía seguirle de guía por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
     -Con verdad -decía el jinete a su acompañante-, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me lo pintas, casi, casi sería preferible arrancharnos en el campo o en medio de una plaza.
     -¿Y qué queréis, mi capitán -contestole el guía, que efectivamente era un sargento aposentador-; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto más un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares. El convento adonde voy a conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres o cuatro días nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
     -En fin -exclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el extraño alojamiento que la casualidad le deparaba-, más vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estamos a cubierto, y algo es algo.
     Interrumpida la conversación en este punto, los jinetes precedidos del guía, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar a una plazuela, en cuyo fondo se destacaba la negra silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
     -He aquí vuestro alojamiento -exclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que, después que hubo mandado hacer alto a la tropa, echó pie a tierra, tomó el farolillo de manos del guía y se dirigió hacia el punto que éste le señalaba.
     Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creído que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo a pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
     Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.
     A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con gigantescas proporciones sobre el muro la fantástica sombra del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas, hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pie a tierra a su gente, y, hombres y caballos revueltos, fue acomodándola como mejor pudo.
     Según dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada, en el altar mayor pendían aún de las altas cornisas los rotos girones del velo con que lo habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aún anchas losas sepulcrales llenas de timbres; escudos y largas inscripciones góticas; y allá a lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y a la largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes a blancos e inmóviles fantasmas, las estatuas de piedra que, unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
     A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones; el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, o menos acostumbrado a ver estos sacrilegios como la cosa más natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro e imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos a los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez más confuso, repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
     Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado a su gente, mandó colocar un saco de forraje al pie de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, a los cinco minutos roncaba con más tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
     Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poca a poco fue apagándose el murmullo de sus voces.
     A la media hora sólo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros, y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote a lo largo del pórtico.

                                                              II

     En la época a que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era más que un poblachón destartalado, antiguo, ruinoso e insufrible.
     Los oficiales del ejército francés, que, a juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas o arqueólogos, no hay para que decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
     En esta situación de ánimo, la más insignificante novedad que viniese a romper la monótona quietud de aquellos días eternos e iguales, era acogida con avidez entre los ociosos: así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas; la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete o la llegada de una fuerza cualquiera a la ciudad, convertíanse en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía a sustituirlo, sirviendo de base a nuevas quejas, críticas y suposiciones.
     Como era de esperar, entre los oficiales que; según tenían de costumbre, acudieron al día siguiente a tomar el sol y a charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo a pierna suelta y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba a interpretarse de diversos modos la ausencia del recién venido, a quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las bocacalles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capotón de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
     Apenas le vio su camarada, salió a su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron casi todos los que a la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes habían despertado la curiosidad y la gana de conocerle los pormenores que ya habían oído referir acerca de su carácter original y extraño.
     Después de los estrechos abrazos de costumbre y de las exclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra y los amigotes muertos o ausentes rodando de uno en otro asunto la conversación, vino a parar al tema obligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
     Al llegar a este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticias del mal talante con que el joven oficial se había resignado a acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
     -Y a propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupáis?
     -Ha habido de todo -contestó el interpelado-; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada. El insomnio junto a una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
     -¡Una mujer! -repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recién venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
     -Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue a Toledo para hacerle más soportable el ostracismo -añadió otro de los del grupo.
     -¡Oh!, no -dijo entonces el capitán-; nada menos que eso. Juro, a fe de quien soy, que no la conocía y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
     -¡Contadla!, ¡contadla! -exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como éste se dispusiera a hacerlo así, todos prestaron la mayor atención a sus palabras mientras él comenzó la historia en estos términos:
     -Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando he aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado e incorporarme sobre el codo un estruendo, horrible, un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oídos zumbando cerca de un minuto, como si un moscardón me cantase a la oreja.
     Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oía de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce, que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar a disgustos a los necesitados de reposo.
     Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a coger nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino a herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor, vi a una mujer arrodillada junto al altar.
     Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada e incrédula; el capitán sin atender al efecto que su narración producía, continuó de este modo:
     -No podéis figuraros nada semejante, aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse a lo lejos, blancas y luminosas, sobre el oscuro fondo de las catedrales.
     Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademán reposado y noble, su traje blanco flotante, me traían a la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño. ¡Castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
     Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto. Ella permanecía inmóvil.
     Antojábaseme, al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu que, revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna, dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pie del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
     -Pero...-exclamó interrumpiéndole su camarada de colegio, que comenzando por echar a broma la historia, había concluido interesándose con su relato -¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No le dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
     -No me determiné a hablarle, porque estaba seguro de que no había de contestarme, ni verme, ni oírme.
     -¿Era sorda?
     -¿Era ciega?
     -¿Era muda? -exclamaron a un tiempo tres o cuatro de los que escuchaban la relación.
     -Lo era todo a la vez -exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa-, porque era... de mármol.
     Al oír el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
     -¡Acabáramos de una vez! Lo que es de ese género, tengo yo más de un millar, un verdadero serrallo, en San Juan de los Reyes; serrallo que desde ahora pongo a vuestra disposición, ya que, a lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
     -¡Oh!, no... -continuó el capitán, sin alterarse en lo más mínimo por las carcajadas de sus compañeros-: estoy seguro de que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana que por un milagro de la escultura parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aún permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que lo cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademán suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
     -De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
     -Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura; mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
     -Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentarnos a ella. De mí sé decir que ya no vivo hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Bonito fuera que ya te tuviéramos hasta celoso.
     -Celoso -se apresuró a decir el capitán-, celoso... de los hombres, no...; mas ved, sin embargo, hasta dónde llega mi extravagancia. Junto a la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien...: lo voy a decir todo, aunque os moféis de mi necesidad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya lo habría hecho cien veces pedazos.
     Una nueva y aún más ruidosa carcajada de los oficiales saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
     -Nada, nada; es preciso que la veamos -decían los unos.
     -Sí, sí; es preciso saber si el objeto corresponde a tan alta pasión -añadían los otros.
     -¿Cuándo nos reunimos a echar un trago en la iglesia en que os alojáis? -exclamaron los demás.
     -Cuando mejor os parezca: esta misma noche si queréis -respondió el joven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos-. A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne, verdadero Champagne, restos de un regalo hecho a nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
     -¡Bravo!, ¡bravo! -exclamaron los oficiales a una voz, prorrumpiendo en alegres exclamaciones.
     -¡Se beberá vino del país!
     -¡Y cantaremos una canción de Ronsard!
     -Y hablaremos de mujeres, a propósito de la dama del anfitrión.
     -Conque... ¡hasta la noche!
     ¡Hasta la noche!


III

     Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones; la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oía el último toque de silencio de los clarines, cuando diez o doce oficiales que poco a poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados más con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
     La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire, que zumbaba encarcelado en las estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos o hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
     Apenas los oficiales dieron vista a la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, éste, que les aguardaba impaciente, salió a encontrarles; y después de cambiar algunas palabras a media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
     -¡Por quién soy! -exclamó uno de los convidados tendiendo a su alrededor la vista-, que el local es de los menos a propósito del mundo para una fiesta.
     -Efectivamente -dijo otro-; nos traes a conocer a una dama, y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
     -Y, sobre todo, hace un frío, que no parece sino que estamos en la Siberia -añadió un tercero arrebujándose en el capote.
     -Calma, señores, calma -interrumpió el anfitrión-; calma, que a todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! -prosiguió dirigiéndose a uno de sus asistentes-: busca por ahí un poco de leña, y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
     El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó a descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fue apilando al pie de las gradas del presbiterio, tornó la linterna y se dispuso a hacer un auto de fe con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían, por aquí, parte de una columnilla salomónica; por allá, la imagen de un santo abad, el torso de una mujer o la disforme cabeza de un grifo asomado entre hojarascas.
     A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia anunció a los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
     El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose a los convidados:
     Si gustáis, pasaremos al buffet.
     Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron a la invitación con un cómico saludo, y se encaminaron a la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar a la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura más exquisita.
     -Tengo el placer de presentaros a la dama de mis pensamientos. Creo que convendréis conmigo en que no he exagerado su belleza.
     Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamación de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
     En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa.
     -En verdad que es un ángel -exclamó uno de ellos.
     -¡Lástima que sea de mármol! -añadió otro.
     -No hay duda que, aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto a una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
     -¿Y no sabéis quién es ella? -preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
     -Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido a duras penas, descifrar la inscripción de la tumba -contestó el interpelado-; y, a lo que he podido colegir, pertenece a un título de Castilla; famoso guerrero que hizo la campaña con el Gran Capitán. Su nombre lo he olvidado; mas su esposa, que es la que veis, se llama Doña Elvira de Castañeda, y por mi fe que, si la copia se parece al original, debió ser la mujer más notable de su siglo.
     Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron a destapar algunas de las botellas y, sentándose alrededor de la lumbre, empezó a andar el vino a la ronda.
     A medida que las libaciones se hacían más numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba a trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales éstos arrojaban a los monjes de granito adosados a los pilares los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban a toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de más allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso o disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
     El capitán bebía en silencio como un desesperado y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
     Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y a través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se transformaba a veces en una mujer real, parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con más fuerza que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
     Los oficiales, que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido y, presentándole una copa, exclamaron en coro:
     -¡Vamos, brindad vos, que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
     El joven tomó la copa y, poniéndose de pie y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto a doña Elvira:
     -¡Brindo por el emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced a las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla a cortejarle su mujer en su misma tumba a un vencedor de Ceriñola!
     Los militares acogieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hacia el sepulcro.
     -No... -prosiguió dirigiéndose siempre a la estatua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez-, no creas que te tengo rencor alguno porque veo en ti un rival...; al contrario, te admiro como un marido paciente, ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y a mi vez quiero también ser generoso. Tú serías bebedor a fuer de soldado..., no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas...: ¡toma!
     Y esto diciendo llevose la copa a los labios, y después de humedecérselos con el licor que contenía, le arrojó el resto a la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa al ver cómo caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
     -¡Capitán! -exclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba- cuidado con lo que hacéis... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció a los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro dicen que pusieron mano una noche a sus espadas de granito, y dieron que hacer a los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
     Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas, continuó siempre fijo en la misma idea:
     -¿Creéis que yo le hubiera dado el vino a no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca?... ¡Oh!... ¡no!.... yo no creo, como vosotros, que esas estatuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el día en que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un dios, da a su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y extraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
     -¡Magnífico! -exclamaron sus camaradas-, bebe y prosigue.
     El oficial bebió, y, fijando los ojos en la imagen de doña Elvira, prosiguió con una exaltación creciente:
     -¡Miradla!... ¡miradla!... ¿No veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y transparentes?... ¿No parece que por debajo de esa ligera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿Queréis más vida?... ¿Queréis más realidad?...
     -¡Oh!, sí, seguramente -dijo uno de los que le escuchaban-; quisiéramos que fuese de carne y hueso.
     -¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... -exclamó el capitán-. Yo he sentido en una orgía arder mis labios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas hirviente como la lava de un volcán, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones extrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco; porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve coloreada por un dorado rayo de sol.... una mujer blanca, hermosa y fría, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... sólo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
     -¡Capitán! -exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, extraviada la vista y con pasos inseguros-, ¿qué locura vais a hacer? ¡Basta de broma y dejad en paz a los muertos!
     El joven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó a la tumba y aproximose a la estatua; pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pie del sepulcro.
     Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían a dar un paso para prestarle socorro.
     En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes a los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.

martes, 18 de marzo de 2014

LEYENDA

La piel del venado

Los mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del venado era distinta a como hoy la conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el venado podía verse con mucha facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias a ello, era presa fácil para los cazadores, quienes apreciaban mucho el sabor de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la construcción de escudos para los guerreros. Por esas razones, el venado era muy perseguido y estuvo a punto de desaparecer de El Mayab.

Pero un día, un pequeño venado bebía agua cuando escuchó voces extrañas; al voltear vio que era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy asustado, el cervatillo corrió tan veloz como se lo permitían sus patas, pero sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo cuando una flecha iba a herirlo, resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales.
En esta cueva vivían tres genios buenos, quienes escucharon al venado quejarse, ya que se había lastimado una pata al caer. Compadecidos por el sufrimiento del animal, los genios aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días. El cervatillo estaba muy agradecido y no se cansaba de lamer las manos de sus protectores, así que los genios le tomaron cariño.

En unos días, el animal sanó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres genios, pero antes de que se fuera, uno de ellos le dijo:

—¡Espera! No te vayas aún; queremos concederte un don, pídenos lo que más desees.

El cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad:

—Lo que más deseo es que los venados estemos protegidos de los hombres, ¿ustedes pueden ayudarme?

—Claro que sí —aseguraron los genios. Luego, lo acompañaron fuera de la cueva. Entonces uno de los genios tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del venado, al mismo tiempo que otro de ellos le pidió al sol que sus rayos cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del cervatillo dejó de ser clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra que cubre el suelo de El Mayab. En ese momento, el tercer genio dijo: 

—A partir de hoy, la piel de los venados tendrá el color de nuestra tierra y con ella será confundida. Así los venados se ocultarán de los cazadores, pero si un día están en peligro, podrán entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie los encontrará.

El cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la noticia a sus compañeros. Desde ese día, la piel del venado representa a El Mayab: su color es el de la tierra y las manchas que la cubren son como la entrada de las cuevas. Todavía hoy, los venados sienten gratitud hacia los genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron escapar de los cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.

LEYENDA

Agua de oro:

Las huestes españolas habían llegado a Córdoba, a la Nueva Andalucía, como la llamaban por la semejanza que encontraron en el paisaje de esta región de nuestro país, con el de la hermosa provincia española.
Promediaba el Siglo XVI. Grandes extensiones de tierra deshabitada ofrecían su belleza natural a los ojos cansados de los conquistadores, fatigados de recorrer leguas en busca del lugar propicio para instalarse y cumplir sus propósitos de colonización.
Bosques naturales cargados de aromas silvestres, eran melodiosas cajas musicales animadas por los trinos y los gorjeos de los pájaros que, dueños absolutos del follaje, cantaban su canción de libertad desde que la aurora adornaba sus nubes rosadas y de color añil, con el oro que le prestaba el sol naciente.
La sierra, a lo lejos, ofrecía el hermoso espectáculo de sus cumbres color pizarra, destacándose sobre el fondo celeste del cielo.
Allí buscaron refugio los expedicionarios y allí pasaron la noche, en descanso reparador de energías perdidas, dispuestos a proseguir la marcha hacia el norte en cuanto el amanecer despejara las tinieblas.
 Esa mañana muy temprano ya estaban de pie, listos para continuar la expedición.
Durante días y días siguieron la marcha, hasta que llegaron a un lugar en el que la naturaleza había entregado sus dones con la prodigalidad de una madre generosa.
La vegetación exuberante compartía la belleza de sus verdes intensos con brillo de esmeraldas, con las piedras de todo color y tamaño que formaban las sierras, y con las corrientes de agua que, deslizándose por las laderas de la montaña, formaban arroyos, riachos y vertientes, o caían en rumorosas cascadas que al ser alcanzadas por los rayos del sol, se descomponían en los colores del iris.
La región estaba habitada. En prudentes investigaciones, los españoles comprobaron que allí vivían, más o menos, cuarenta familias indígenas.
Tomando las necesarias precauciones, abandonaron su lugar de observación, en el que se hallaban a cubierto de las miradas de los indios, dirigiéndose directamente a entrevistar al cacique que gobernaba esa tribu, tratando siempre de evitar la fuerza y empleando, en cambio, medios pacíficos para realizar  la conquista.
Sin embargo, iban preparados para hacer uso de sus armas si el caso lo requería.
Nunca supusieron que con tanta facilidad lograrían sus deseos, pues los indios, en lugar de recibirlos en son de guerra, lo hicieron con la más acabada demostración de amistad.
El cacique se llamaba Unquillo. De alta talla y buen aspecto, vestía una túnica larga con guardas verticales de colores y se cubría con un manto de cuero pintado y adornado con chaquiras.
En su cabeza llevaba plumas de cobre.
Unquillo entró en tratos amistosos con el jefe de los expedicionarios españoles y después de hacer un convenio entre ambos, permitió a los extranjeros que se instalaran en sus dominios.
La instalación de éstos les ocupó varios días, pues las costumbres y viviendas de los indios comechingones, que eran los que allí habitaban, diferían por completo de las de los españoles.
Sus viviendas eran grandes, bajas y construidas semienterradas, entrando en ellas como si lo hicieran a un sótano.
El capitán español, intrigado ante esta forma de construcción, interrogó al cacique sobre la razón que tenían para hacerlo así, a lo que Unquillo respondió:
-          Muchas veces aprovechamos las cavernas naturales, que nos ofrece la montaña, a las que cubrimos con pircas, para que resulten más abrigadas. Otras veces las hacemos así para suplir la falta de madera y siempre para protegernos del frío.
Era un pueblo de agricultores. Cultivaban maíz y porotos.
Se alimentaban de esos productos, de animales que cazaban y de algunos pescados.
Criaban llamas y vicuñas aprovechando su lana en la fabricación de tejidos. Tenían gran habilidad para tejer redes.
Las relaciones entre los indígenas y los españoles se afianzaban de día en día.
En cierta oportunidad, los naturales se ofrecieron para guiar a los colonizadores hasta un lugar cercano donde, dijeron,  abundaban las corrientes de aguas cristalinas. Merced a ellas, el valle, al conjuro del riego natural y copioso, se convertía en un sitio de vegetación exuberante, rico en árboles corpulentos y en plantas lozanas.
Cascadas rumorosas caían por las laderas de las montañas con sonido de cristal yendo a echarse a alguno de los tantos riachos que cruzaban la tierra en todas direcciones.
Ante tal perspectiva aceptaron complacidos los españoles la tentadora invitación, saliendo a la mañana siguiente en dirección a ese sitio, privilegiado entre tantos hermosos y atractivos.
Cruzaron valles ubérrimos donde crecían los aguaribais, los piquillines, las acacias, los pinos y los sauces, donde los amancais florecidos perfumaban la atmósfera con su delicado y persistente aroma, donde las achiras ostentaban el rojo y el amarillo de su floración destacándose sobre el verde de las hojas y donde la brisa, perfumada de menta y de tomillo, soplaba con tanta suavidad que apenas movía las ramas.
Próximos a llegar, escucharon el rumor de las corrientes de agua. Era un brillante día de sol y el cielo sereno parecía un cristal azul.
Cuando llegaron al sitio prometido, elogiaron los extranjeros la singular belleza del paisaje coincidiendo con los naturales en su admiración por el lugar.
Uno de los españoles, a quien la larga marcha había dado sed, tomó un cántaro de barro y se dirigió a la vertiente a llenarlo de agua fresca.
Los otros se sentaron a derscansar bajo los árboles, y a gozar de la tranquilidad que allí se les ofrecía. Quedaron mudos, contemplando la belleza que los rodeaba.
De pronto, fueron arrancados de su abstracción por los gritos del compañero que se hallaba junto a la vertiente y que, sorprendido y azorado, gritaba:
-          ¡Venid! ¡Esto es un milagro! ¡He hallado oro líquido! ¡Venid! ¡Esta peña está manando oro! ¡Acercaos! ¡Mirad!
Al oír tamaña noticia, se levantaron los hispanos y corrieron al lugar donde el compañero había hecho el milagroso descubrimiento.
Atónitos quedaron al llegar y comprobar que aquél tenía razón. Un chorro dorado brotaba de la roca y se deslizaba por un lecho abierto en la tierra, convertido en una corriente que a poco se transformaba en un ancho río de oro líquido.
Uno a uno fueron diciendo su sorpresa y su admiración:
-          ¡Es verdad! ¡Es oro!
-          ¡Es oro líquido!
-          Bien decían que en esta tierra abundaba el oro… ¡Quién nos hubiera dicho que hallaríamos un manantial de este metal precioso!
-          ¡Nunca soñé que el oro pudiera brotar de las piedras!
-          ¡Hemos tenido mucha suerte!
-          ¡Mirad el río…! ¡Es oro también!
-          Es la primera vez que contemplo una roca que mane agua de oro. ¡Y con qué abundancia!
-          No tenemos más que estirar la mano para recoger todo el que queramos…
-          ¡No haber traído más cántaros para llenarlos todos…!
El que había llegado primero no había podido contener un impulso instintivo, como si quisiera apoderarse de todo el tesoro que surgía de las piedras y corría por el amplio lecho, y haciendo un cuenco con sus dos manos, lo llenó del líquido codiciado.
Pero la decepción fue muy grande. En sus manos el líquido dorado era sólo agua pura y cristalina.
Todos quisieron comprobarlo y todos obtuvieron el mismo infeliz resultado: era agua pura la que brotaba de la roca, sólo que al correr por un lecho de arena y ser alcanzada por los fuertes rayos del sol, lucía como el oro: dorada y brillante semejando ser el mismo metal.
Los indígenas, indiferentes al valor del oro, ya conocían el fenómeno, pero nunca lo habían tenido en cuenta porque para ellos el oro no tenía la importancia que le daban los europeos.
Estos, en cambio, impresionados aún por la maravilla del fenómeno, que agregaba un atractivo más al lugar, decidieron llamarle “Agua de oro”, que es el que hasta hoy conserva.